LA SILLA ABANDONADA EN EL PORCHE

Ayer viajé durante un trayecto, no muy largo, sentado en el asiento del copiloto de una furgoneta. Es en este tipo de situaciones, puesto que normalmente soy el piloto, cuando puedes prestar atención a los detalles que te rodean, en lugar de fijar la vista en la carretera. Y así fue. La conversación con el piloto no era muy fluida, y la emisora de radio seleccionada tampoco llamaba mi atención, lo que me permitía concentrarme en el paisaje que pasaba ante mis ojos a más de 100 Km/h. Entre la zona industrial de Zaragoza capital y Pedrola no hay nada en particular, sino alguna gasolinera, pequeñas agrupaciones industriales y campos, muchos campos, que con la niebla me sugerían ambientes entre románticos y tenebrosos, pero sugerentes en cualquier caso. No sé por qué. Tal vez porque ayer era uno de esos días en los que uno está predispuesto a sentir y a imaginar.

A lo largo del recorrido hay esparcidas, a ambos lados de la autovía, casas. Son el tipo de casa que se construía una familia, en los pueblos, hace años. Grandes, de dos plantas y con terreno vallado rodeándolas. Es curioso, pero son casas sueltas. Como si, por capricho, hubieran crecido allí, en medio del campo. Tal vez fue así y, por capricho se construyeron allí, pero casi seguro que el capricho fue anterior a la construcción de la autovía que las ha dejado, aunque visibles y cercanas, alejadas del mundo, sin una forma coherente de llegar a ellas. Estas casas siempre me han parecido, cuanto menos, curiosas pero, claro, ayer era otra historia, porque ayer era uno de esos días en los que uno está predispuesto a sentir y a imaginar.

Y por eso mismo, mi imaginación voló, al pasar por una de ellas. Abandonada, como la mayoría, cobijaba en el porche de entrada, una silla, tan abandonada como la propia casa. Fue justamente esto lo que me llamó la atención. La visión a 100 Km/h apenas duró tres o cuatro segundos, pero fue tiempo suficiente para que esa silla, de algún modo, me conmoviera. Desde luego a la distancia que la veía, no fue su tapizado, ni sus adornos – imposibles de apreciar - sino su presencia, lo que inspiró en mi algo distinto. El simple hecho de que la casa fuera abandonada con una silla puesta en el porche, me pareció muy curioso y a la vez abrió la puerta a innumerables historias en mi cabeza. No sólo la casa fue abandonada con la silla en el porche, sino que en todo el tiempo desde que la casa fue abandonada – y por su aspecto, puedo asegurar que hablamos de bastantes años – nadie había tocado la silla. O tal vez alguien la puso allí posteriormente.

El caso es que la silla ha continuado revoloteando dentro de mi cabeza, siendo el centro de historias imaginadas, en esa casa abandonada. Posiblemente testigo de peleas, de caricias, de reuniones familiares, de fines de semana en soledad, de niños, de adultos, de risas, de llantos, de vida. Y ahora, está abandonada al frío y a la niebla, con la única misión de ver pasar vehículos a toda velocidad por la autovía, con un destino mucho peor que el que, en su día, tuvo.

Si escribo esto, es precisamente un ejercicio que demuestra que no estoy “majareta”, puesto que si no lo escribiera o contara de algún modo, sería indicativo de que no me ha llamado la atención y de que se me va la cabeza con cada mueble abandonado que veo en la calle. Pero no es el caso. Sólo ha sido esta silla. La silla abandonada en el porche de la casa abandona y que me cautivó en un día de esos en los que uno está predispuesto a sentir y a imaginar.